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Durante un tiempo Edirne fue la capital del imperio. Gracias a ello se puede disfrutar de sus estupendas mezquitas, bazares, puentes, baños turcos y casas típicas de la época. No es una ciudad muy turística, esa es una de las razones por las que creo que conserva su espíritu y pureza. El gran Mimar Sinan arquitecto de arquitectos construyó allí su gran obra maestra. La mezquita Selimiye es realmente increíble. Tiene forma ortogonal, esta cubierta por una enorme cúpula central, la ornamentación es delicada, su acústica inmejorable y tiene cuatro esbeltos minaretes que la hacen elevarse hacia el cielo.
Ha sido corto pero intenso. El tamaño de Edirne es muy cómodo. Se puede visitar prácticamente en un día. Sus mezquitas me han impresionado. Además de Selimiye; destacan
En Edirne además de las visitas obligadas fue curioso observar lo que quedan de las casas típicas otomanas. Primero de madera y luego de piedra. Muy ornamentadas y de considerable tamaño. Un barrio histórico en el que los niños jugaban a la pelota en las calles sin apenas tráfico. También valió la pena el paseo hasta lo que fue la última mezquita imperial, el complejo Beyazit Külliyesi. Al aproximarnos disfrutamos de inmejorables vistas sobre el complejo que se reflejaba en el río. El cielo estaba lleno de esponjosas nubes, en el puente había algún aburrido pescador y de fondo se oían las ovejas. El sol fue bajando y cambiando de tono. Se acostó sobre la corriente de ese río verdoso.
Desde Edirne y tras un desayuno con diamantes nos dirigimos hacia Grecia. Supongo que antiguamente todas las fronteras serían así. Realmente un cuchillo, un corte en la tierra. Yo no estoy acostumbrado y me sorprendió. Cruzamos la frontera caminando. A penas quinientos metros separaban el rojo del azul. El turco del griego. Turquía de Grecia. Esperamos al tren que nunca llegó en aquel pueblecito griego, pero todo eso ya queda fuera de lubmatse. Prefiero las fronteras que unen a las que separan.
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